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Cuando el cerebro crea la enfermedad

P., con escasos 20 años, y en sus primeros cursos de universidad, empezó a desarrollar una dolencia cutánea focalizada en el rostro. Ronchas rojas, a veces coronadas por protuberancias llenas de pus. Una afección de este tipo no es sencilla en la adolescencia, pero tampoco lo es en los primeros años de universidad. La interacción social no es fácil cuando te avergüenzas de tu aspecto. A ninguna edad.

Los pasos que inició entonces P. fueron los que muchos habríamos seguido. Médico de cabecera, un primer y vago diagnóstico de Rosácea y derivación a un dermatólogo. Semanas de espera por la consulta, e idéntico diagnóstico. Sin embargo, durante todo este tiempo de espera por la consulta con el especialista, P. había desarrollado un nuevo síntoma: sentía un enorme dolor en el rostro que le impedía casi tocarse y apenas soportar una exploración médica.

El dermatólogo relacionó el dolor con las ronchas y las protuberancias, recetó una crema a P. y trató de tranquilizarla explicando que la Rosácea es una afección muy común, y que aquello no tendría porque ir a más. Pero fue a más. Las marcas en la cara no desaparecieron. Y el dolor, lejos de mitigarse, persistía e incluso aumentaba de intensidad algunos días.

P. decidió entonces invertir parte de sus escasos ahorros en una consulta privada. La espera para conseguir cita con el dermatólogo en el sistema público de salud era inviable. El nuevo dermatólogo coincidió con su colega en el diagnóstico. A todos les parecía una Rosácea de manual, pero no encontraban explicación al dolor. Decidió, esta vez, cambiar el tratamiento a ver si la paciente mejoraba. No fue así. Después de varias consultas y otros tantos cambios de tratamiento, ni las ronchas, ni las protuberancias, ni el dolor mejoraron.

El dermatólogo, avergonzado, le propuso a P. charlar con la psicóloga del centro hospitalario privado. Empezó a sospechar que su dolencia podría estar relacionada con algún tipo de trastorno mental, toda vez que ningún tratamiento parecía causar el efecto deseado y mucho menos mitigar un dolor que la Rosácea no provoca en quien la padece, según los epxertos.

P. se resistió -es curioso cómo somos capaces de afrontar sin rechistar cualquier tipo de tratamiento, incluso los más agresivos, y sin embargo huimos en dirección contraria cuando se nos pronuncia la palabra psicólogo-, aunque finalmente aceptó. Y ahí empezó una nueva etapa. 

Nadie, durante el año largo que la paciente venía arrastrando estos síntomas, había preguntado a P. por su situación personal. Si se sentía estresada por algún motivo especial, si afrontaba una situación de gran responsabilidad familiar o algo por el estilo. Ni el sistema público ni el privado la habían escuchado.

La psicóloga averiguó entonces, en un par de sesiones, las circunstancias personales de la vida de la paciente. El padre de P., a quien quería con locura, había sido diagnosticado de una esclerosis múltiple que avanzaba muy deprisa. Tanto, que ya no se valía por sí mismo y era necesario el uso de una silla de ruedas. Su madre, desbordada por el trabajo y los cuidados en casa exigía de P. el máximo, tanto en el cuidado de su padre como en los estudios.

Poco a poco, entre psicóloga y paciente, fueron averiguando que P. nunca había asumido el hecho de que su padre, aún joven, nunca volvería a ser el mismo. Fue entonces cuando, por primera vez, hablaron de un trastorno psicosomático. La gestión de las emociones de P. había derivado en una reacción física provocada por un problema psicológico que no estaba resolviendo bien.

P. buscaba una explicación médica a su afección cutánea que no existía. Estaba en su cerebro. No había una enfermedad orgánica. Poco a poco P. fue tomando conciencia de lo que realmente le sucedía, de que se sentía responsable por el estado de su padre, de que había abandonado el rol de hija para ocupar otro diferente, uno enorme, en el que ella era la responsable de su salud.

P. fue consciente también de que no había superado el duelo de perder al padre sin enfermedad que quería recordar, y que éste, en una fase avanzada de la enfermedad, ya no era capaz de verbalizar su cariño por ella y de darle ánimos como si hacía al principio, sosteniendo el ánimo de la familia con sus tonterías.

Cuando lo entendió, lo verbalizó y lo asumió su cuerpo ya no tenía porque mostrar más síntomas. Primero se desvaneció el dolor, y poco a poco remitieron las ronchas. Con el tiempo, P. habló de nuevo con la psicóloga y le contó que todo había desaparecido. Únicamente, en situaciones muy puntuales de estrés, desarrollaba de nuevo los síntomas, pero había aprendido a controlarlos.

La historia de P. es un ejemplo de cómo la mente afecta a nuestro cuerpo. Es capaz de paralizarnos, de dejarnos ciegos o de provocarnos convulsiones sin que exista una explicación física u orgánica. Desconozco si existen estadísticas fiables en España acerca de este tipo de trastornos y de lo que implican para quienes las sufren. De lo que sí estoy seguro es de que no se les presta la suficiente atención.

Esta historia es real. Y está basada en una experiencia que ha llegado hasta mí a través de una amiga psicóloga. Esta profesional acabó por abandonar el centro hospitalario privado en el que trabajaba por varios motivos. Entre ellos, el de que un buen número de médicos se negaba a derivarle pacientes porque simplemente no creían que la psicología pudiera ayudar a sus pacientes.

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