Soy Balbino. Un protón de aldea cósmica. Como quien dice, un nadie. Espacialmente insignificante. Demasiado pequeño. Y estoy hoy aquí no ya para contar mi historia, sino para que conozcáis la vuestra. Y la de vuestro planeta. Nací gracias a una singularidad hace 13.800 años. Haceros cargo, estoy mayor. Os lo cuento por si en algún momento del relato meto la pata. Sed indulgentes.
El día que todo se puso en marcha no os hubiera gustado nada estar allí. Creedme. Fue, digámoslo así, un parto explosivo. Demasiado explosivo, diría yo. Vosotros le habéis llamado el Big Bang. Aunque hubieseis querido esconderos, no habríais tenido ningún sitio en el que hacerlo. No sé si sois capaces de comprenderlo. Era la nada. No había espacio. Y ni siquiera un tiempo del que surgir.
Y es así, queridos míos, que de la nada surgió el todo. Un momento de gloria. Y el inicio de nuestro universo. Algo de un tamaño prácticamente inconcebible. Caluroso, rápido y expansivo. Tan rápido que en apenas un segundo ya se habían producido la gravedad y el resto de fuerzas que conocemos: la nuclear fuerte, la nuclear débil y la electromagnética. Y las partículas elementales. Y, claro, yo y mis hermanos. Y mis colegas los neutrones. Y los electrones. Y los fotones.
Ya estábamos todos. Y como seguía haciendo calorcete, unos 10.000 millones de grados, empezamos a ponernos de acuerdo para formar los primeros núcleos atómicos. Yo me hice fuerte en uno de Hidrógeno, como la mayoría de mis hermanos. El resto de ellos se fusionó con otros neutrones en los núcleos de Helio. En fin, que en menos de tres minutos, teníamos montado nuestro universo particular. Hay que reconocer que todo salió a pedir de boca. La más leve variación en las condiciones del parto, y no lo contamos.
Ya os he contado que el calor apretaba. Y este calor nos impidió formar átomos estables. No podíamos interactuar con los electrones, que era lo que nos pedía el cuerpo. Así que, para que os hagáis una idea, era todo como un enjambre de núcleos y electrones chocando a lo loco por ahí con los fotones, que siempre fueron muy negativos. Y así nos pasamos una buena temporada. Una rave cósmica de unos 380.000 años. Ahí es nada.
Fue entonces, y sólo entonces, cuando después de esta resaca cósmica yo y mis colegas pudimos formar átomos estables y neutros. Buscábamos otra cosa. Algo más tranquilo. Los primeros, como no podía ser de otra manera, fuimos los de Hidrógeno y Helio. Fuimos y seguimos siendo, vamos, porque el universo sigue estando compuesto en su mayoría por nosotros.
Poniéndonos de acuerdo le echamos de paso un cable a los fotones y a vosotros. Hicimos que el universo dejara de ser un espacio cargado eléctricamente. ¿Consecuencia? Los fotones, que siempre fueron de moverse mucho, unos culos inquietos, se pusieron a viajar por el universo y con ellos algo que os fascina: la luz. Así logramos hacer el espacio transparente. Aquella luz que nos vio nacer podéis detectarla todavía hoy en día desde la Tierra.
Pero supongo que estáis deseando que avance en el relato. Y que deje de una vez este universo gaseoso primigenio para pasar el meollo. Está bien. Vamos allá. En realidad es sencillo. Seguidme. La mayor parte de los átomos que andaban por ahí en danza, incluido el de Hidrógeno que yo conformaba, nos fuimos agrupando poco a poco debido a la atracción gravitatoria. Y surgieron las estrellas, y con ellas las galaxias.
Yo y mi átomo nos acoplamos a una estrella. Gigante. En la que las condiciones de presión y temperatura eran tan grandes que la fusión nuclear nos volvió un poco locos a todos, y muchos de mis amigos de Hidrógeno se pasaron al Helio. Estos a su vez, se iban fusionando entre ellos para crear átomos más pesados como los que os conforman hoy en día (Carbono, Nitrógeno, Oxígeno)… Sí, amigos, sois hijos de las estrellas.
Hubo un momento en que no aguanté más la presión y decidí largarme con mi átomo de Hidrógeno. Emigré. Y con otros átomos acabé en una estrella todavía más grande. La anterior era un chiste comparada con esta. Así que el proceso de fusión nuclear volvió a comenzar. A lo bestia. Y esta vez no pude esquivar el destino. Mi átomo de Hidrógeno se fusionó, y tras pasar por uno de Helio acabé en el más grande y nuevo de todos: el de Hierro. Toda una experiencia.
Siempre tuve la impresión de que aquella estrella acabaría mal. Y no me equivoqué. Colapsó. Y con el colapso se produjo la explosión que conocéis como Supernova. Se generó tal cantidad de energía que muchos de mis nuevos hermanos, instalados como yo en átomos de Hierro, acabaron fusionándose en otros elementos pesados como la plata, el oro y el plomo antes de que todos saliéramos disparados a toda velocidad por los confines del universo.
El espacio estaba sembrado de átomos ya muy diferentes. Material de segunda generación, para que me entendáis, que hace unos 4.600 años empezó a agruparse en vuestro sistema solar. La mayor parte de la materia que me acompañaba formó el sol, y el resto, muy pocos, incluido mi átomo de Hierro, nos juntamos poco a poco en lo que hoy es vuestra casa: la Tierra. Sólo tardamos unos 200 millones de años de nada.
Y es precisamente aquí, en vuestra casa, en el mismo centro de la Tierra, dando vueltas, en donde he acabado este increíble viaje cósmico. No estoy solo. Me acompañan átomos de Níquel y otros elementos más ligeros. Aunque somos mayoría los de Hierro. Habéis sido capaces de comprender y explicar muchas cosas de las que han ocurrido en el universo. Pero sabéis que el lugar en el que me alojo, el Núcleo, todavía guarda muchos secretos para vosotros.
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